El perro y la ostra

Había una vez un perro muy curioso y con mucha hambre. Le encantaban los huevos. Los conocía bien: eran redondos, lisos y con una cáscara finita. Cada vez que veía un huevo, se relamía y movía la cola, porque sabía que dentro había un bocado rico.

Un día caminaba por la orilla del mar. La arena estaba tibia y el agua hacía shhh, shhh, shhh. De pronto, vio algo en una roca. Era redondito. Era brilloso. Tenía cáscara. El perro abrió mucho los ojos. “¡Un huevo gigante!”, pensó, feliz. Miró a un lado y al otro. No había nadie. El perrito se acercó más, olfateó y, sin pensar, decidió comérselo.

—¡Qué suerte tengo! —ladró bajito—. ¡Huevo a la vista!

Pero aquello no era un huevo. Era una ostra, dura y cerrada por completo. El perro, apurado por la hambre, no se dio cuenta. ¡Ñam! La tragó de golpe, con cáscara y todo.

Enseguida, el perrito sintió algo raro. Su pancita hizo glup, glup… y luego ¡ay! Se acostó en la arena y gimió un poquito. No era como cuando comía un huevo suave y fácil. Aquello raspaba y pesaba. El mar seguía con su shhh, shhh, pero el perro ya no estaba contento. Se llevó una pata a la barriga y cerró los ojos, esperando que el dolor pasara.

—Ay, ay… esto no sabe a huevo —dijo con voz triste.

Pasaron unos minutos lentos. El perrito respiró hondo y se sentó. Miró de nuevo la roca. Observó mejor: el “huevo” tenía forma distinta, era más plano y olía a mar. No era como los huevos que él conocía de antes. Entonces entendió.

—Me equivoqué —dijo, moviendo la cabeza—. No todo lo que tiene cáscara es un huevo.

Desde ese día, el perro siguió caminando por la playa, pero ya no se apresuró. Antes de morder, miraba bien, olfateaba bien y pensaba un poquito. Y cuando quería un huevo de verdad, buscaba a su dueño y esperaba su comida con paciencia.

Moraleja: No todo lo que lleva cáscara es un huevo.